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Julio de 1937. Tras ya un largo año de guerra civil, ¿sería capaz el Ejército Popular de la República de pasar a la ofensiva? La defensa de Madrid, después de soportar un asalto frontal en noviembre de 1936 y de librar importantes batallas como las del Jarama y Guadalajara, había acabado con éxito, pero la fulgurante campaña de los sublevados en Vizcaya y el duro revés de Málaga no auguraban un futuro prometedor. Vicente Rojo, recién nombrado jefe del Estado Mayor Central, tenía claro que había que conseguir la iniciativa y el lugar escogido fue finalmente Brunete: un campo de batalla abierto propicio para el ataque y la maniobra. De salir bien, la batalla de Brunete debería, entre otras cosas abortar el avance de Franco en el norte. A la República le había costado gran esfuerzo erigir un ejército con patrones profesionales. La cuestión era si sabría desenvolverse a la ofensiva. No iba a ser fácil ante algunas de las unidades sublevadas más selectas. La prueba de fuego se haría realidad al oeste de Madrid.
El último día del mes de marzo de 1937 se inició la ofensiva de los rebeldes contra Vizcaya. Previamente, el frente norte había sido testigo de varios combates, pero hasta ese momento la prioridad se había situado en Madrid. Durante casi medio año, las tropas de ambos bandos se habían batido alrededor de la capital con el propósito de tomarla o de defenderla. Sin embargo, después de varias batallas y miles de muertos y heridos, apenas nada había cambiado. Por todo ello, Franco decidió desistir de una obsesión que habría de durar en su cabeza el resto de la guerra: la concepción de que ganar Madrid significaba ganar la guerra. Fueron, curiosamente, los republicanos los que trajeron de vuelta la batalla a los alrededores de la capital, con una doble intención: tácticamente, cercar una parte importante de las fuerzas franquistas que acosaban Madrid; y estratégicamente, obligar a los franquistas a cesar en sus ofensivas en el norte para enviar refuerzos al sector acosado al oeste de la capital.
La infiltración de los diez mil soldados de la 11.ª División del V Cuerpo de Ejército al comienzo de la batalla de Brunete fue uno de los momentos más brillantes en la difícil historia del Ejército Popular de la República. El éxito fue fruto de una preparación previa exhaustiva, que se remontaba a mediados de junio. Los nuevos reclutas fueron sometidos a un duro entrenamiento. A cada compañía se le asignó un grupo de soldados equipados con brújulas y capaces de orientarse en la oscuridad. El trabajo más duro correspondió al Batallón Especial divisionario, un grupo selecto de veteranos, que se encargó de reconocer el terreno tras las líneas enemigas y encontrar los puntos de paso más seguros. Una serie de guías quedaron apostados en terreno franquista la jornada anterior a la ofensiva para jalonar la ruta de sus camaradas. Líster tenía experiencia en comandar ese tipo de avances nocturnos –ya lo había vivido en Guadarrama o en el cerro de los Ángeles–, pero esta vez la escala de la operación era mucho mayor.
Una de las dinámicas que caracterizaron la vida de los estados europeos en el periodo de entreguerras fue la movilización política de las masas, cuyo origen habría que buscar en la Gran Guerra y la Revolución rusa. Aunque España no se vio implicada en estos procesos directamente, sus consecuencias sí afectaron a nuestro país, sobre todo las del segundo, que en palabras del teórico marxista Karl Kautsky, provocó el “desencadenamiento de la guerra civil en el mundo durante una generación”. Esta dinámica movilizadora alcanzaría su máxima expresión durante la Segunda República (1931-1936), periodo en el que también se produjo un proceso de “brutalización” de la vida política; concepto definido por Kautsky y desarrollado académicamente por Mosse. El punto álgido de este proceso se alcanzó entre el 16 de febrero y el 17 de julio de 1936, cuando se produjeron 351 víctimas mortales por violencia sociopolítica.
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