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“Lo que el general Weygand llamó la batalla de Francia, ha terminado. Creo, que la batalla de Inglaterra está a punto de comenzar”. El 18 de junio de 1940, Churchill repetía por la radio el discurso que había dado en la Cámara de los Comunes, en el que ponía nombre a una de las acciones más señaladas de la Segunda Guerra Mundial, la primera batalla puramente aérea de todos los tiempos. Aquella fue la historia de los “pocos” a los que “tantos” debieron “tanto”, el combate librado por un puñado de aviadores en los cielos de Gran Bretaña contra el poder de la Luftwaffe; pero también la de los esforzados pilotos alemanes, que se enfrentaron a la titánica tarea de subyugar un país desde el aire. Sobre los cielos de Inglaterra se trenzaron Spitfire y Messerschmitt Bf-109, en espirales de muerte o violentos ataques por sorpresa, y la tierra se vio labrada por miles de bombas, arrojadas desde aterradoras escuadras de bombarderos que parecían como salidas de una novela futurista de la época. Otro invento futurista, operando desde las “Estaciones experimentales del Ministerio del Aire”, daría la victoria a los defensores. No se trataba del “rayo de la muerte” sino del radar, el ojo capaz de verlo todo.
La caída de Francia fue un triunfo para Hitler y la culminación de una extraordinaria serie de victorias para la Wehrmacht en 1940. A finales de junio, Dinamarca, Noruega, los Países Bajos, Bélgica y Francia habían sido rápidamente derrotadas en campañas en las que sus fuerzas armadas se habían derrumbado en apenas unas semanas, incapaces de enfrentarse a la superioridad alemana en tácticas y operaciones de armas combinadas. Sin embargo, con Francia derrotada y con las fuerzas Panzer en la costa del canal, incapaces de seguir avanzando, tanto Hitler como la Wehrmacht se enfrentaban a un desafío estratégico para el que no estaban preparados: derrotar al Reino Unido. Ni Hitler ni sus generales habían previsto que Francia fuera derrotada tan deprisa, y una buena parte del problema estratégico al que se enfrentaron a finales de junio de 1940 radicaba en la expectativa de que con su caída, la guerra estaba terminada y el Reino Unido pronto se avendría a alcanzar un acuerdo, una conjetura no del todo irracional.
La batalla de Inglaterra, que se desarrolló entre julio y octubre de 1940, tiene la extraordinaria condición de ser la primera gran batalla de la historia librada exclusivamente en el aire. Pero no fue la batalla que la Luftwaffe había previsto. Con la British Expeditionary Force expulsada del continente dejando atrás todo su equipo y Francia capitulada desde el 22 de junio de 1940, los alemanes esperaban que los británicos aceptaran un acuerdo de paz que respetara la independencia de su país, pero garantizara a Alemania el dominio total de Europa occidental. Sin embargo, el Gobierno liderado por Winston Churchill se comprometió a continuar la lucha y a la Wehrmacht no le quedó más remedio que invadir las islas. Con solo unas pocas divisiones británicas en condiciones de combatir, los alemanes habrían ganado la campaña terrestre con facilidad, pero para desembarcar en Inglaterra era necesario que la Luftwaffe obtuviera la supremacía aérea sobre el canal de la Mancha y el sur del país, ya que ninguna operación anfibia resultaba factible frente a una oposición naval protegida por el poder aéreo británico.
El papel del Fighter Command (“Mando de Cazas”) en la defensa de la libertad contra la tiranía durante la batalla de Inglaterra está hoy firmemente consolidado en la memoria colectiva; sin embargo, hasta 1940 la predilección cultural de la Royal Air Force (RA F) por el ataque antes que por la defensa conducía a sus mandos superiores a considerar que serían los bombarderos, más que los cazas, los que determinarían el resultado de la guerra por venir. Esta teoría se desarrolló a partir de la década de 1920, cuando sir Hugh Montague Trenchard, jefe del Estado Mayor del Aire, dejó perfectamente clara su preferencia por el contrabombardeo antes que por la defensa aérea, convencido de que el impacto de los bombardeos sobre la moral enemiga sería significativamente mayor que el que nunca conseguirían los cazas. Incluso le preocupaba que los futuros Gobiernos británicos sucumbieran a las exigencias de protección de los civiles contra los bombardeos, y que el empleo de recursos en la fabricación de cazas debilitara el impacto ofensivo de los bombarderos de la RAF contra la moral enemiga.
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