
Desperta Ferro Moderna Nº 28 - Bismarck contra la...
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La formidable armada aprestada en Lisboa por órdenes de Felipe II a principios de 1588 parecía destinada a lograr un triunfo de la magnitud de Lepanto, o al menos eso esperaba la Europa católica. Sosegadas las aguas del Mediterráneo con una tregua con el Imperio otomano que se prolongaría en el tiempo, la atención del Rey Prudente se desvió hacia el Atlántico con la revuelta flamenca y la incorporación de Portugal a la Monarquía Hispánica. La hegemonía se decidía desde las Azores hasta el mar del Norte en un conflicto latente en el que Inglaterra, que desde 1558 tenía una reina protestante, Isabel I, se erigió como potencia naval y comercial resuelta a contener el poder de Felipe II. A pesar de la planificación y la masiva movilización de hombres, barcos y recursos de toda Europa, el plan fraguado por el monarca hispano para conquistar Inglaterra adolecía de fallos críticos que impidieron su éxito. Sin embargo, lejos del fracaso decisivo con el que tradicionalmente se asoció la Gran Armada, esta no fue el final, sino el inicio de una pugna por el dominio de los océanos que llevaría a España a un desarrollo naval sin precedentes.
Para entender el complejo escenario de tiras y aflojas, de vacilaciones y de cambios en la génesis y planificación de la jornada de Inglaterra de 1588, hay que intentar conocer y compartir con Felipe II la visión polifacética y actualizada en cada momento del panorama internacional que lo enmarca todo, accediendo, aunque sea parcialmente, a la información que tuvo, e intuyendo las razones de oportunidad, de conciencia y, sobre todas ellas, de Estado, que motivaron sus acciones y sus omisiones, absolutamente descartadas la negligencia, la dejación de funciones o la mera delegación de ellas, y relegada a sus justos márgenes la pasión. El retrato regio es el de una personalidad política, más adaptable a las circunstancias de lo que se pensaba. El propio Felipe se consideraba muñidor y responsable de todo, razón por la que renunciaría a toda inculpación, incluso a todo reproche, a los principales protagonistas del desastre: los duques de Medina Sidonia y de Parma.
El puerto elegido para la preparación de la empresa de Inglaterra fue Lisboa, pues el estuario del Tajo permitía la formación de una gran armada al abrigo de las inclemencias del tiempo, cosa que, junto a los astilleros, las siete fundiciones, los buques de guerra que se encontraban allí y la gran cantidad de hombres experimentados en la guerra y en el mar, hacía que fuese el enclave ideal para al apresto de la flota. La muerte del marqués de Santa Cruz provocó que la Armada se quedase sin el almirante con más experiencia y prestigio de la monarquía. Como sustituto, Felipe II insistió en poner al frente a don Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia. Este hizo gala de su gran capacidad de trabajo y de sus cualidades organizativas y, gracias a las recomendaciones de sus subordinados más experimentados, afrontó a la escasez de medios que había en aquellos momentos y puso orden en el caos que había encontrado para cumplir con los designios de Felipe II.
Después del intento de invasión de la Gran Armada, los propagandistas ingleses libraron una “guerra de papeles” contra España. La “Armada Invencible” cautivó la imaginación de la mayor parte de Inglaterra durante el verano de 1588; varios funcionarios de Isabel I le dieron forma. Para ello confiaron, aunque parezca contradictorio, en la lengua española y en la desconfianza inherente hacia España –la “leyenda negra”– ya firmemente asentada en la mentalidad de los ingleses. La pregunta es cómo se entrelazaron la representación de España y la de determinados miembros de la corte isabelina para moldear la percepción del conflicto en curso. Buena parte de la propaganda inglesa que circuló en los años siguientes se fundamentó, en cierta medida, en la presunta falta de honestidad de los españoles y en la autoridad de las fuentes en su lengua para estimular el impulso de los ingleses hacia la guerra.
La mayoría de las pérdidas de la Gran Armada no se debieron a los combates navales, sino que fueron consecuencia de los temporales durante el viaje de regreso a España alrededor de las islas británicas. De los ciento quince buques que emprendieron el regreso tras el combate de Gravelinas, se perdieron veintiocho debido a los temporales. Desde finales de los años sesenta se han localizado varios naufragios de los buques de la Gran Armada que han sido estudiados y documentados arqueológicamente. Los estudios desarrollados han proporcionado importante información acerca del armamento, el equipamiento y, en menor medida, la construcción de los buques. Estos estudios han permitido un conocimiento más objetivo acerca del equipamiento y la vida a bordo de los buques. Sin embargo, las conclusiones no son representativas del conjunto de las naves de la Gran Armada, especialmente aquellas que inciden en la superioridad de la artillería de los barcos ingleses como causa principal del fracaso de la expedición.
España e Inglaterra condicionaron buena parte de su acción política exterior durante el siglo XVII debido al enorme esfuerzo contributivo desarrollado desde mediados de la centuria anterior. Desde este ámbito, y a tenor de algunos observadores de la época, se crearon una serie de intencionados estereotipos y clichés que sirvieron para dañar la imagen del “otro” y fomentar sus rivalidades. Todavía hoy resulta difícil acercarse a aquellos sucesos sin vernos condicionados por ciertas imágenes y estereotipos que ha dejado el enfrentamiento. Todo parece indicar que, tras la jornada de Inglaterra de 1588, no se produjo el aniquilamiento del poder naval español, algo objetivamente incierto para quienes defienden el impacto del desastre y entra, de nuevo, en la exageración histórica de lo sucedido. El fracaso de la “Armada Invencible”, como fue bautizada irónicamente desde Inglaterra, no cerró un capítulo de la historia naval española; más bien abrió un periodo de reflexión que debía tratar de enmendar los errores del pasado.
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